Y es que cuando uno piensa o reflexiona o sufre o siente, como lo quieran llamar, sobre la muerte, sobre el fin, se halla increíblemente más cerca del verdadero valor de la vida. Y ese es el dolor, el dolor eterno que atenaza la garganta, la imaginación, la vista, el cuerpo, todo... Pero ese dolor antiguo, esa frustración eterna, sin ser eterna, que ha intentado justificarse de mil maneras a lo largo de la historia, te purifica de alguna manera por dentro, porque es un dolor solidario con la existencia, con la condición de la vida en general. A la intensidad de esta maldita ecuación que nos ha sido impuesta es a la que me enfrento porque sí... Y porque soy una parte insignificante, comprometida con esa fuerza vencida, de alguna manera, pero inagotable, que es la resistencia.
sábado, 4 de septiembre de 2010
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