sábado, 9 de mayo de 2009

En defensa del teatro poético



En ocasiones, surgen proyectos, ideas, argumentos que sirven de contraposición teórica a las tendencias dominantes. Las pequeñas resistencias, las fuerzas de choque, los desacuerdos críticos contra un determinado sistema normalizan la fértil cadencia de una forma de creatividad que aspira, tan solo, a reconocerse a sí misma, a ser auténtica, sin intermediarios, sin concesiones. Estas manifestaciones culturales siempre han sufrido los maltratos de los agentes políticos, sociales, de gestión, etc. Pero conviene preguntarse: ¿qué impulsa a estos creadores a continuar en su estrategia personal de creación, a no ceder de manera considerable la orientación de sus caminos marcados? Han sido numerosos, incontables, los hechos artísticos que, en este sentido, se han manifestado a lo largo del siglo XX, impulsados también por el espíritu de la modernidad de finales del XIX, con la intención de atravesar los parámetros reales de la percepción para penetrar en otros mundos, en los reductos no revelados de la identidad, en la inconsciencia, en el conocimiento del otro, en la autenticidad y en el riesgo de ser libre, por unos minutos, en escena.
Pese a la trascendencia moral de estos acontecimientos, la mayoría de estas manifestaciones artísticas en la escena pública ha caído en el olvido, en un resultado efímero, en ocasiones de gran impacto, pero relegado a la desaparición de la memoria histórica.
Muchas veces se suele considerar a las obras escénicas en dos categorías: la oficial y la no oficial, la convencional y la no convencional, la no vanguardista y la vanguardista, etc. Muchos investigadores de España se han llenado la boca de grandes elogios al hablar de los espectáculos de teatro de texto, del rigor, de la coherencia, del control de la propuesta escénica, para referirse a un tipo narrativo y oficial, o no tan oficial, de fácil comprensión, al menos. Incluso la mayoría de los manuales de dramaturgia o de teoría teatral que se han publicado hacen referencia, aproximadamente en sus tres cuartas partes, a este tipo de teatro. De todas formas, parece excesivo reconocer que una cuarta parte de estos libros, pues casi es inexistente, examine con rigor la presencia de un teatro evolucionado, progresista, vanguardista, poético. Más bien, se ignora. En España la vanguardia se ignora o se le hace el vacío. Es algo de paso, poco comprensible, que se despacha rápido: muchas veces se utilizan los mismos adjetivos para definirla, para recrearla en las reseñas de los periódicos. Una de las grandes carencias ha sido la falta de presencia activa de una crítica especializada y estable para el análisis serio de estas otras propuestas artísticas. Se puede decir que, en líneas generales, salvo excepciones dignísimas, pocas veces esta crítica ha tenido cabida en el mundo editorial español, si se compara, por ejemplo, con su copiosa existencia en países como Alemania, Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, etc.
La dedicación al teatro de una sociedad mide la temperatura intelectual de un país. Pero cuando se suele señalar esta idea, ¿a qué tipo de teatro se hace referencia? Cabría pensarse que se esté hablando de posibilidades y de discursos amplios, de heterogeneidad, de especialización, de profesionalidad, de espacios al alcance de todos, de profundidad crítica y exigentes niveles discursivos, de numerosas tendencias dramatúrgicas, de producción, de gestión pública y privada, de foros de opinión, de planes de educación específicos de artes escénicas, de amplios niveles de formación, de una perspectiva internacional de la creación artística, de proyección y fomento de las propuestas más innovadoras, etc. Pero los resultados no avalan lo dicho. España ha sufrido la desidia de la irregularidad y no la apuesta estable y duradera por un teatro que sea capaz por sí mismo de vencer sus propios límites teóricos y prácticos. En este país se improvisa mucho.
Los movimientos de renovación en el teatro constituyen una respuesta a los mecanismos hipócritas de la realidad. La existencia de un teatro poético es un bien necesario para el ser humano, puesto que con él se mide a sí mismo. Por su propia naturaleza favorece un encuentro entre todas las tradiciones que marcan puntos de esencialidad, y en estos se conectan a la vez todos los instantes mágicos de la creación: visiones míticas y contemporáneas. Quien ignora esta forma de relación íntima entre el teatro y el hombre desprecia también los enigmas de su identidad, sus conflictos, sus necesidades. Todo ello es poetizado en el teatro de vanguardia. Todo ello se reconoce cuando el espectador descubre este espacio de encuentro entre una estética de la identidad y las tradiciones mágicas del inconsciente.
Pero el mayor peligro para la recepción del teatro poético no se encuentra en el público, sino en los políticos o en los gestores culturales que no atienden a la importancia social de transmitir ese encuentro directo entre creación y espectador. Si se prescinde de este tipo de teatro y se programan demasiadas tonterías se tendrá un público que ignora una parte trascendental de la cultura. Por lo tanto, hay que potenciar la autocrítica; y las instituciones públicas no son salas privadas que deben vigilar los ingresos y gastos para mantenerse. La cultura es un bien que hay que proteger. Y la cultura de renovación debe tener un lugar muy especial, puesto que los momentos más relevantes de la historia de la humanidad son precisamente aquellos instantes que marcan puntos de inflexión en la manera de observar el mundo y que, por tanto, hacen cambiar las cosas.
Publicado en mi libro La poesía en el teatro, la pintura en la música (2009).

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