lunes, 22 de octubre de 2012

Ensayo de una hipótesis



Cualquier proceso artístico enuncia una hipótesis: la de ensayar una peripecia.
Cualquier proceso artístico lleva consigo un abanico de gestos reconocibles y articulados a través de un único trazo, que, repentinamente, lo reduce todo a un destello de razón o a un modelo inexpresable de rostro.
Y cualquier intento de formularlo lleva consigo una liturgia del abandono, las proporciones de un desastre. Porque la realidad representa la hipótesis de un desastre. Cuando tratamos de imaginar un rostro, los gestos sobresalen, esencializan todas las frustraciones y proyectan la ciencia de lo irregular, del desequilibrio y sus fugas.
Porque en todo acto de pintar hay un fragmento de esa búsqueda, un esquema que cuestiona las intenciones, los fines y los destellos de humanidad. Por ello, los actos que nacen de ese proceso son movimientos de una hipótesis difusa. Y la vida parece marcar ese camino: una extraña e inquietante inercia que gobierna los acontecimientos trascendentes. Así, cada instante garabateado contiene la liturgia de un gesto decisivo.

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Cuando me enfrento a un sonido en blanco, a un espacio vacío, a una experiencia sin historia, sin pálpito, necesito abandonarme al desastre. Porque la longitud del trazo me obliga a entrar en la liturgia de la desesperación, en el complejo instante de las proporciones sin medida. Y ahí es donde encuentro un espacio común con el universo, con esta clase de hipótesis. Y en este ensayo es preferible olvidarlo casi todo para entrar en el misterio. Y la ira me invade en estos momentos porque las imágenes parecen conspirar contra mí. Y desconozco mi nombre, el lenguaje, las infinitas formas de realidad.
El trazo es libre y la voluntad, deshecha. Conspiro y conspiro porque me va la vida en ello. Y porque en el fondo deseo que el error se convierta en acierto.

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La lectura de los signos iniciáticos siempre es confusa, pero lo auténtico recae en una clase de energía que experimenta inconscientemente con los movimientos en el espacio, a través de una danza, de una liturgia sin nombre.

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Un rostro para el mundo o una condición para fundamentar que existo, una imagen de la íntima presencia, deshecha, en un amasijo de líneas. Longitud etérea y danza del revés...
Porque las formas siempre esconden su verdadera cara. He intentado desvelarlas como si fueran caracteres, palabras, movimientos, lenguaje de anticipación, lenguaje no resuelto, lenguaje en proceso, lenguaje irregular.

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La forma frente a la línea. La forma no resuelta necesita de la anticipación. La forma culmina en un instante decisivo, pero que no explica nada, porque anuncia un nuevo cambio. Y este ritual me dice que la línea trascendente ha de representar la forma primera, la proyección de la íntima concepción del retrato. Porque cualquier imagen es, en gran medida, el mismo retrato, la misma hipótesis difusa, una demostración del compromiso con el yo en la celebración de la vida y la muerte, del pasado y el futuro.

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Busco una definición para la mancha, pero descubro que está compuesta de una vibración secreta que fluye a través de un modelo decadente y frágil. Las sombras son las fuentes del discurso. Y la mancha es un reflejo de la falta de aire, contiene en sí misma el esquema del movimiento del mundo y guarda el preciado secreto de lo desconocido.

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El ojo humano tiende a la concreción de la fragilidad, del sentido, necesita la experiencia. Pero el proceso de garabatear siempre es misterioso. Por ello, es órfico, trágico y hermético. Y, también por ello, la forma acaba imponiéndose sobre la línea.
Masa, volumen, movimiento, fugacidades.
La conciencia del color viene después.
Una realidad, una mutación. Una forma que se esfuerza por mostrar sus proporciones, sus sentidos.
Yo creo en la desnuda vibración, en la libre coreografía de los límites.
Y en las formas de la libertad.
Porque entre ellas se articulan los gestos decisivos, en su proyección, en su esencialidad, en el esquema, en la imagen transformable.

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Pienso desde el centro, desde el confuso centro de inquietudes.
Así, anuncio el acto de respirar la música de los gestos.
Me libero del propio volumen y provoco el ascenso de las sombras..., hasta que la imagen crece en su deformación.
Profundizo en el éxtasis, en un rito de la forma, sin final.

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El color negro lucha por sobrevivir en sus mil variantes. Violencia (y violencia). Los diversos modelos de la luz golpean las simientes de la creación.
Y siento algo de daño, de duelo, por las formas perdidas que jamás serán recuperadas.
El tiempo se pinta, se articula en este proceso. Y sobrevive, después, cuando se han agotado todas las fuerzas.
En ese instante, tomo todas las decisiones de salvación, a través de las formas desequilibradas. Y comienzo a pintar verdaderamente como si me fuera la vida en ello. En el instante de las bolsas húmedas de tinta sobre el papel la imagen se transforma y aparece... aparece el rostro, la acción, las identidades, la inquietud, el poema irregular... el poema traspasado por las sombras, cautivado por la belleza de la noche.

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Arañar el papel, arañar la partitura del pensamiento, arañar el instante decisivo y libre, el control del miedo y la lucidez, y volcarlo todo, y percibir el error, la ruptura, el incierto proceso y una metamorfosis que ama los lugares ocultos, los destellos, las figuras fulgurantes que pasean entre las manchas convulsas, entre los ecos de otros mundos, como si, sorprendidas, me observaran en mitad de una parálisis eterna.

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El tiempo se halla en la forma, en esta forma errática, decadente, a punto de algo. El tiempo se esconde tras las ventanas de los ojos. Irrumpe en medio de la oscuridad, en los relieves, en la textura irregular, en el resultado, en el poema gráfico.
Y dibujar el tiempo es dibujar el proceso, la intuición del declive, el ensayo de una hipótesis, el instante decisivo donde retoma la escena una clase de liturgia, una poética del desastre, bajo las alas de una vibración inesperada y sombría.


Tenerife-Cádiz-Sevilla, 2010

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